¡Señoras, señores! Por favor, tomen asiento. Muchas gracias por venir a mi posada, alrededor de mi hoguera. Son pocas las paradas que hago, ya que Lúcido es un mundo que posee vida, que crece y se extiende mientras estamos aquí sentados. Pero no quiero que vuestro viaje sea en balde. Pedid algo de beber y de comer, y acomodaos en vuestros asientos. Las historias que aquí os contaré serán el testimonio narrativo de lo que mis ojos han visto, mis manos tocado y mis oídos escuchado.
Bienvenidos a Lúcido

sábado, 31 de octubre de 2015

Sentaos. Hoy hablaremos de Junis


Imaginaos un valle desierto e inerte. La luz del cielo apenas iluminaba, como si fuera cómplice de aquel paraje tan desolado. Yo me encontraba allí, llegando a través de una cueva en la que me adentré anteriormente para resguardarme de la lluvia. 

                Dejé atrás una selva húmeda y fría para recibir, de golpe, el calor y la sensación de sequía de mi alrededor. Nada iluminaba mi piel ni me la quemaba, pero era consciente de que aquella temperatura no era normal ni en Lúcido, era provocada por algo.

                Recuerdo bien que las nubes decoraban el cielo, como si pretendiesen dejar caer todo el agua que contenían. Por suerte llevaba agua y provisiones, por lo que pude sobrevivir las primeras horas de sorpresa. Pero debía encontrar algo, otra puerta que me llevara a otro piso diferente, un poco más agradable, y si era posible, habitado por personas. 

                Comencé mi travesía por aquel camino árido, y levantaba polvo por cada paso que daba: el polvo se contenía bajo mis botas, las peores enemigas para ese sofocante calor, y al levantar el pie podía ver cómo se había formado una especie de torbellino, un pequeño tifón de apenas centímetros de altura. Incluso iba acompañado por el sonido, os lo juro.

                Ya sabéis cómo es Lúcido: la primera impresión que podéis llegar a tener es simplemente eso, una primera impresión que más os vale olvidar. Y yo, por suerte, ya conozco un poco este mundillo. 

                En poco tiempo los tifones desaparecieron, parecía que enfadados por haberles ignorado. Me descalcé, cansado de notar cómo mis pies ardían, intentando igualar un poco la temperatura de mi cuerpo.

                Y en qué momento planté el pie en el suelo, sintiendo que ardía como si de lava se tratase. En pocos segundos aquella espantosa sensación desapareció, dejando una calma que aliviaba el dolor anterior. Y así fue cada paso que di desde ese momento, maldiciendo el primer contacto y agradeciendo los segundos después. 

                Bauticé a aquel lugar como Junis, sin saber muy bien por qué: seguramente pasé días rondando por aquellos parajes, ya que la luz del cielo apenas era capaz de guiarme, de recordarme que el tiempo pasaba. A mis pies comenzaba a moverse algo, como si la propia tierra diese patadas desde su interior.

                Lo bueno de vivir en Lúcido es que el tiempo pasa rápido, lento, y siempre sin darte cuenta. En menos de lo que pienso, o quizás más, no lo sé, surgieron de la tierra pequeñas elevaciones: al principio tan sólo dificultaban el paso y necesitabas levantar un poco la pierna para poder superar el obstáculo. Pero claro, por cada kilometro que pasaba aquello se convertía en una colina, en una montaña gigante apenas transitable…

                El cambio se vivía a mi espalda: parecía que el interior de la tierra quería regurgitar todas las piedras y arena que poseía, intentando romper la fina capa que separaba el exterior con el interior. Quizás era otro piso, el cual estaba siendo destruido por algo o alguien. 

                Las nubes continuaban su paseo sobre mi cabeza, y yo me había comenzado a acostumbrar a los cambios de mi espalda, al estruendo y los golpes que sonaban cuando yo daba un paso hacia delante. La llanura continuaba tan árida como al principio, y el horizonte no me auguraba nada bueno. Me detuve a pensar, sintiendo cómo mis pies se elevaban por culpa del terreno cambiante. 

                Sabía que si en ese momento continuaba andando, podría desfallecer y ser víctima de Moldeador. En cambio, si retomaba mis pasos…

                Y sí, me di la vuelta: ante mí me encontré una cordillera que crecía poco a poco, de forma escalonada, mostrando un aspecto escarpado y peligroso. Aún así mi cuerpo es ágil y fuerte, y ese tipo de impedimentos no me detenían. Comencé a escalar poco a poco, aunque la montaña continuaba insistiendo, creciendo bajo mi cuerpo, y cada vez parecía que al suelo por el que pisaba era más endeble…

                Se rompió: como muchas veces en Lúcido, ni él mismo sabe sostenerse. A lo lejos sonó algo, como un rasgado. Recuerdo haber maldecido en mis adentros. Y empecé a correr. 

                Ya me daba igual mantener mi equipaje en la espalda, o sentir el calor golpeando mi cuerpo. Bajo mis pies la tierra y las piedras de las profundidades continuaban acumulándose sobre la superficie, como si la gravedad tirase de ellas. El suelo estaba a punto de explotar, desintegrarse totalmente… por ahora resistía, pese a que a metros de mí el contenido del interior de la tierra hubiera comenzado a sobresalir por la superficie. 

                Aquella vez, aunque me duela admitirlo, ganó Lúcido: mis pies descalzos sintieron cómo el suelo, harto de aguantar aquella presión, dejó que el material de la profundidad invadiese la superficie de la tierra. En poco segundos tenía bajo mis pies rocas y piedras de color negro, arena que parecía ceniza y ramas calcinadas. Tuve miedo de que aquello fuese el mundo de Moldeador, que, tras tanta búsqueda, aquel asesino me hubiera encontrado. 

                Pese a parecerlo, el suelo estaba helado: decidí sentarme sobre las piedras calcinadas y calzarme, sintiendo cómo el suelo, harto de desbordarse, parecía querer volver a su origen, dentro de la tierra.

                Y cambió de decisión demasiado rápido, cayendo al vacío de las profundidades como si nada estorbase por el camino. Yo caí con ellas, golpeándome con las piedras al caer y sintiendo las magulladuras por mi cuerpo. La caída iba deteniéndose poco a poco, como si fuera de una cámara lenta, hasta que se detuvo, posándose con gracilidad sobre un suelo del mismo color oscuro y sucio que ellas. 

                En aquel momento me sentía asustado, lejos de lo conocido y maldiciendo mi soledad. Poco conocía de Kahai en ese momento, pero para todos los viajeros que conozco, esta parada siempre ha sido poco deseada, como el Teatro de Moldeador.

Veo que se ha hecho tarde. Continuaremos otro día. Duerman, descansen para el siguiente día de viaje. Recordad, mientras yo esté cerca, Moldeador guardará las distancias.

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