Imaginaos un valle desierto e inerte. La luz del cielo
apenas iluminaba, como si fuera cómplice de aquel paraje tan desolado. Yo me
encontraba allí, llegando a través de una cueva en la que me adentré
anteriormente para resguardarme de la lluvia.
Dejé
atrás una selva húmeda y fría para recibir, de golpe, el calor y la sensación
de sequía de mi alrededor. Nada iluminaba mi piel ni me la quemaba, pero era
consciente de que aquella temperatura no era normal ni en Lúcido, era provocada
por algo.
Recuerdo
bien que las nubes decoraban el cielo, como si pretendiesen dejar caer todo el
agua que contenían. Por suerte llevaba agua y provisiones, por lo que pude
sobrevivir las primeras horas de sorpresa. Pero debía encontrar algo, otra
puerta que me llevara a otro piso diferente, un poco más agradable, y si era
posible, habitado por personas.
Comencé
mi travesía por aquel camino árido, y levantaba polvo por cada paso que daba:
el polvo se contenía bajo mis botas, las peores enemigas para ese sofocante
calor, y al levantar el pie podía ver cómo se había formado una especie de
torbellino, un pequeño tifón de apenas centímetros de altura. Incluso iba
acompañado por el sonido, os lo juro.
Ya
sabéis cómo es Lúcido: la primera impresión que podéis llegar a tener es simplemente
eso, una primera impresión que más os vale olvidar. Y yo, por suerte, ya
conozco un poco este mundillo.
En poco
tiempo los tifones desaparecieron, parecía que enfadados por haberles ignorado.
Me descalcé, cansado de notar cómo mis pies ardían, intentando igualar un poco
la temperatura de mi cuerpo.
Y en
qué momento planté el pie en el suelo, sintiendo que ardía como si de lava se
tratase. En pocos segundos aquella espantosa sensación desapareció, dejando una
calma que aliviaba el dolor anterior. Y así fue cada paso que di desde ese
momento, maldiciendo el primer contacto y agradeciendo los segundos después.
Bauticé
a aquel lugar como Junis, sin saber muy bien por qué: seguramente pasé días
rondando por aquellos parajes, ya que la luz del cielo apenas era capaz de
guiarme, de recordarme que el tiempo pasaba. A mis pies comenzaba a moverse
algo, como si la propia tierra diese patadas desde su interior.
Lo
bueno de vivir en Lúcido es que el tiempo pasa rápido, lento, y siempre sin
darte cuenta. En menos de lo que pienso, o quizás más, no lo sé, surgieron de
la tierra pequeñas elevaciones: al principio tan sólo dificultaban el paso y
necesitabas levantar un poco la pierna para poder superar el obstáculo. Pero
claro, por cada kilometro que pasaba aquello se convertía en una colina, en una
montaña gigante apenas transitable…
El
cambio se vivía a mi espalda: parecía que el interior de la tierra quería
regurgitar todas las piedras y arena que poseía, intentando romper la fina capa
que separaba el exterior con el interior. Quizás era otro piso, el cual estaba
siendo destruido por algo o alguien.
Las
nubes continuaban su paseo sobre mi cabeza, y yo me había comenzado a acostumbrar
a los cambios de mi espalda, al estruendo y los golpes que sonaban cuando yo
daba un paso hacia delante. La llanura continuaba tan árida como al principio,
y el horizonte no me auguraba nada bueno. Me detuve a pensar, sintiendo cómo
mis pies se elevaban por culpa del terreno cambiante.
Sabía
que si en ese momento continuaba andando, podría desfallecer y ser víctima de Moldeador.
En cambio, si retomaba mis pasos…
Y sí,
me di la vuelta: ante mí me encontré una cordillera que crecía poco a poco, de
forma escalonada, mostrando un aspecto escarpado y peligroso. Aún así mi cuerpo
es ágil y fuerte, y ese tipo de impedimentos no me detenían. Comencé a escalar
poco a poco, aunque la montaña continuaba insistiendo, creciendo bajo mi
cuerpo, y cada vez parecía que al suelo por el que pisaba era más endeble…
Se
rompió: como muchas veces en Lúcido, ni él mismo sabe sostenerse. A lo lejos
sonó algo, como un rasgado. Recuerdo haber maldecido en mis adentros. Y empecé
a correr.
Ya me
daba igual mantener mi equipaje en la espalda, o sentir el calor golpeando mi
cuerpo. Bajo mis pies la tierra y las piedras de las profundidades continuaban
acumulándose sobre la superficie, como si la gravedad tirase de ellas. El suelo
estaba a punto de explotar, desintegrarse totalmente… por ahora resistía, pese
a que a metros de mí el contenido del interior de la tierra hubiera comenzado a
sobresalir por la superficie.
Aquella
vez, aunque me duela admitirlo, ganó Lúcido: mis pies descalzos sintieron cómo
el suelo, harto de aguantar aquella presión, dejó que el material de la
profundidad invadiese la superficie de la tierra. En poco segundos tenía bajo
mis pies rocas y piedras de color negro, arena que parecía ceniza y ramas
calcinadas. Tuve miedo de que aquello fuese el mundo de Moldeador, que, tras
tanta búsqueda, aquel asesino me hubiera encontrado.
Pese a
parecerlo, el suelo estaba helado: decidí sentarme sobre las piedras calcinadas
y calzarme, sintiendo cómo el suelo, harto de desbordarse, parecía querer
volver a su origen, dentro de la tierra.
Y
cambió de decisión demasiado rápido, cayendo al vacío de las profundidades como
si nada estorbase por el camino. Yo caí con ellas, golpeándome con las piedras
al caer y sintiendo las magulladuras por mi cuerpo. La caída iba deteniéndose poco
a poco, como si fuera de una cámara lenta, hasta que se detuvo, posándose con
gracilidad sobre un suelo del mismo color oscuro y sucio que ellas.
En
aquel momento me sentía asustado, lejos de lo conocido y maldiciendo mi
soledad. Poco conocía de Kahai en ese momento, pero para todos los viajeros que
conozco, esta parada siempre ha sido poco deseada, como el Teatro de Moldeador.
Veo que se ha hecho tarde. Continuaremos otro día. Duerman,
descansen para el siguiente día de viaje. Recordad, mientras yo esté cerca,
Moldeador guardará las distancias.
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