¡Señoras, señores! Por favor, tomen asiento. Muchas gracias por venir a mi posada, alrededor de mi hoguera. Son pocas las paradas que hago, ya que Lúcido es un mundo que posee vida, que crece y se extiende mientras estamos aquí sentados. Pero no quiero que vuestro viaje sea en balde. Pedid algo de beber y de comer, y acomodaos en vuestros asientos. Las historias que aquí os contaré serán el testimonio narrativo de lo que mis ojos han visto, mis manos tocado y mis oídos escuchado.
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sábado, 31 de octubre de 2015

La presencia de Moldeador


Tadasi siempre había albergado historias sobre la presencia de Moldeador, como si la leyenda se hubiera construido junto a las piedras y maderas de las casas. Eduardo caminaba despacio por las calles vacías, en busca de un lugareño que le pudiese dar cobijo. La niebla había invadido el pequeño poblado, y las gotas de agua se arremolinaban en su chaqueta y sus pantalones, empapándolo sin ser consciente. Maldijo aquella ciudad y el momento en el que decidió ir a ella.

                Decidió actuar guiado por la desesperación: sentía que su piel ennegrecía y que perdía la vitalidad que le había instado a investigar sobre ese mundo. Llamó puerta por puerta a las casas, lugares donde las ventanas mostraban la vida en su interior. Pequeñas velas titilaban al otro lado de la ventana, combatiendo el frío del interior. Eduardo insistió en esas casas, sin recibir una respuesta a cambio, ni siquiera un “Fuera de aquí”.

¿Qué estaba pasando? Intentó respirar hondo, ignorar la debilidad de sus piernas, pero sentía en su interior la presión y un vacío inentendible. Se acercó a otra puerta más, capaz de ver, tras unas ligeras cortinas, como un farolillo mostraba vida en su interior. Imploró que le abriesen, pero la puerta continuó cerrada. 

“Huye” le gritó una voz masculina “Moldeador ya está aquí. No se puede hacer nada” La voz, ahogada por la puerta que había entre ellos, desapareció junto con la luz, la cual fue apagada con un soplido.

Todas las casas corrieron las cortinas y apagaron las velas, dejando la ciudad en completa oscuridad. Eduardo intentaba respirar, sintiendo cómo la niebla ahora pesaba, como si lo que penetraba a sus pulmones no fuera aire, sino cemento, arena, barro. Se dejó caer de rodillas, y lejos de él le pareció escuchar un pitido, ajetreo a su alrededor. Durante uno segundos sintió una calidez extraña por todo su cuerpo, se sintió cómodo, tumbado. 

Ante él surgió una figura: era alta, espigada, apenas visible para su visión ya borrosa. La niebla se hacía más densa, y era incapaz de coger aire. Se agarró el cuello, intentando respirar. La figura parecía negar con la cabeza. Eduardo cerró los ojos, sintiendo que el pitido se hacía más estridente, que comenzaba a tener un significado maldito para él. 

Se tumbó de lado, sintiendo cómo sus piernas se convertían en piedra: escandalizado por aquella reacción de su cuerpo intentó romper aquella capa dura que cubría sus piernas, pero era consciente de que la piedra no era tan sólo la superficie. 

Lo último que recordó, cuando su cuello quedó estático, fueron dos ojos, parecidos a los de un reptil. El pitido se acentuó en su cabeza, y la visión de varios focos blancos le cegó los últimos instantes de visión.

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