Tadasi siempre había albergado historias sobre la presencia
de Moldeador, como si la leyenda se hubiera construido junto a las piedras y
maderas de las casas. Eduardo caminaba despacio por las calles vacías, en busca
de un lugareño que le pudiese dar cobijo. La niebla había invadido el pequeño
poblado, y las gotas de agua se arremolinaban en su chaqueta y sus pantalones,
empapándolo sin ser consciente. Maldijo aquella ciudad y el momento en el que
decidió ir a ella.
Decidió
actuar guiado por la desesperación: sentía que su piel ennegrecía y que perdía
la vitalidad que le había instado a investigar sobre ese mundo. Llamó puerta
por puerta a las casas, lugares donde las ventanas mostraban la vida en su
interior. Pequeñas velas titilaban al otro lado de la ventana, combatiendo el
frío del interior. Eduardo insistió en esas casas, sin recibir una respuesta a
cambio, ni siquiera un “Fuera de aquí”.
¿Qué estaba pasando? Intentó
respirar hondo, ignorar la debilidad de sus piernas, pero sentía en su interior
la presión y un vacío inentendible. Se acercó a otra puerta más, capaz de ver,
tras unas ligeras cortinas, como un farolillo mostraba vida en su interior.
Imploró que le abriesen, pero la puerta continuó cerrada.
“Huye” le gritó una voz masculina
“Moldeador ya está aquí. No se puede hacer nada” La voz, ahogada por la puerta
que había entre ellos, desapareció junto con la luz, la cual fue apagada con un
soplido.
Todas las casas corrieron las
cortinas y apagaron las velas, dejando la ciudad en completa oscuridad. Eduardo
intentaba respirar, sintiendo cómo la niebla ahora pesaba, como si lo que
penetraba a sus pulmones no fuera aire, sino cemento, arena, barro. Se dejó
caer de rodillas, y lejos de él le pareció escuchar un pitido, ajetreo a su
alrededor. Durante uno segundos sintió una calidez extraña por todo su cuerpo,
se sintió cómodo, tumbado.
Ante él surgió una figura: era
alta, espigada, apenas visible para su visión ya borrosa. La niebla se hacía
más densa, y era incapaz de coger aire. Se agarró el cuello, intentando
respirar. La figura parecía negar con la cabeza. Eduardo cerró los ojos,
sintiendo que el pitido se hacía más estridente, que comenzaba a tener un
significado maldito para él.
Se tumbó de lado, sintiendo cómo
sus piernas se convertían en piedra: escandalizado por aquella reacción de su
cuerpo intentó romper aquella capa dura que cubría sus piernas, pero era
consciente de que la piedra no era tan sólo la superficie.
Lo último que recordó, cuando su
cuello quedó estático, fueron dos ojos, parecidos a los de un reptil. El pitido
se acentuó en su cabeza, y la visión de varios focos blancos le cegó los
últimos instantes de visión.
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